Los valores
sobre los que fundamentamos nuestras vidas son los que determinan, en gran
medida, su trayectoria. Elegir bien pone a nuestra disposición excelentes mapas
de ruta que dirigen a buenos puertos.
Uno de los
valores más importantes es la mansedumbre. El manso, etimológicamente, está acostumbrado a la mano. Nos sugiere
tranquilidad, calma y serenidad. El manso no se deja secuestrar por la ira ni
arrebatar por la cólera. No da cobijo a la agresividad. Su docilidad nos habla
de un espíritu pacífico, de suavidad en el carácter y en el trato.
Actuar con
mansedumbre implica humildad y un fuerte autocontrol. Supone una apuesta por la
resolución de cualquier conflicto sin recurrir a la violencia. Solamente se
llega a esta convicción y vivencia desde una gran fuerza interior y
autodominio. Cuando el potro salvaje del “ego” se desboca, la humildad es una
de las bridas más adecuadas para su doma (“amansar
las fieras salvajes”). Solo los grandes místicos, con sus dificultades, son
capaces de conseguir que su ego esté acostumbrado
a la mano, a que coma de su mano.
La mansedumbre tiene
que ver con el desarrollo del autodominio, con la moderación, con la templanza.
No da paso al re-sentimiento, no deja que se vuelva a sentir el enfado, el
pesar, el enojo. Requiere equilibrio.
Espiritualmente es considerado como uno de los
doce dones del Espíritu Santo. Pertenece al testamento bien-aventurado de
Jesús: “Bienaventurados los mansos,
porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mt 5, 5) y nos lo propone
como lección para el aprendizaje: “Aprended de mí que
soy manso y humilde corazón” (Mt 11,29).
Lorenzo Sánchez. Colegio Montpellier
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